Aquel día de difuntos del 2017 iba a quedar marcado en la memoria colectiva de Monleón. A las once y media de la mañana, cuando por fin se había disipado la neblina mañanera y el contorno rotundo, macizo, de las dos torres gemelas del pueblo -el campanario y el castillo- ya era visible desde todas partes, las campanas del pueblo iniciaron un toque lento, espaciado y lastimero. En ese mismo instante llamaron a la puerta de Filadelfo Bejarano: una deuda antigua, una deuda de honor y de sangre, iba a ser cobrada. 

Este es el inicio de un apasionante drama rural ambientado en un pequeño pueblo de la sierra salmantina. Un drama que nos presenta la cruel batalla entre la fuerza de los lazos familiares, de las tradiciones, del apego a una tierra que es matriz y tumba en un ciclo eterno que está a punto de romperse, y el terrible poder de las rencillas heredadas, de los odios anidados desde la cuna. Todo ello, además, con el trasfondo de la despoblación, tragedia que no solo implica el abandono humano generalizado de amplias zonas del interior de este país, sino la pérdida de un modo de vida, de una manera de ser, de una antiquísima cultura popular.

A las once y media de la mañana llamaron a la puerta de Filadelfo Bejarano.