Conchita

 

Conchita

Mi querida cuidadora:

Debes saber que he dudado mucho sobre si enviarte una carta de despedida o no, pues todo lo que puedo contarte sobre mí ya lo conoces, no en vano he empleado una gran parte de mi tiempo en estos últimos años (y del tuyo) en fustigarte con mis dolencias, mis remordimientos, mis traumas y mis miedos, y a estas alturas me conoces mejor que nadie en el mundo; me conoces incluso mejor que yo mismo. No obstante, he decidido hacerlo; tú no podías faltar en esta selecta relación de personas importantes en mi vida.

Cuando acudí a ti o, mejor dicho, cuando me llevaron a ti, yo era un guiñapo y no tenía fuerza de voluntad para nada. Sebastián llevaba tiempo empeñado en que yo necesitaba tratamiento médico, ya que, en su opinión, sin ayuda profesional no sería capaz de superar la depresión en que había caído a raíz de mi separación. Debo confesarte que yo en el fondo, muy en el fondo, no me encontraba tan mal. Me pasaba el día en la cama con dolores reales o fingidos y como no quería hablar con nadie, únicamente me encontraba a gusto cuando estaba solo. Lo único que deseaba era estar a oscuras y revolcarme en mis miserias. No quería ver a nadie, no necesitaba a nadie. Aunque te parezca exagerado, puedo decir que, en cierto modo, era reconfortante tanta fustigación: pensaba que eso era lo que merecía.

Pero no voy a hablar de mí, ¡maldita sea! Se acabaron ya mis sesiones. Además, no hago otra cosa últimamente, ya sea en persona con aquellos que me visitáis o ya sea en estas extrañas cartas. No, esta misiva va a ser distinta; contigo no voy a hablar de mí esta vez (o al menos, no mucho), pero tampoco de ti, Conchita. Voy a hablarte de aquel que nos presentó y que, de algún modo, ha sido el nexo de unión entre nosotros: voy a hablarte de Sebastián. No te pongas en guardia, no pienso desvelar ocultos secretos de su vida, eso ya lo hará él cuando llegue su momento, si es que quiere; todos tenemos que pasar por el confesionario alguna vez (hasta él, que presume de ateo). Tampoco quiero hacer de alcahuete glosando sus innumerables virtudes o méritos; aunque no le vendría mal, pues no he conocido persona que menos se valore que él. Solo quiero hablarte de lo importante que ha sido Sebastián en mi vida, de lo especial que es y del cariño que le tengo, y de cuánto me importa que sea feliz.

Por algún motivo mi mente no deja de acudir al pasado más lejano, allí es donde me siento cómodo, es como si quisiera evadirme de mi triste situación actual viajando a tiempos lejanos, a épocas más felices. Recuerdo perfectamente cómo nos encontramos, cómo nos conocimos; creo que no te lo he contado nunca y ha llegado el momento.

Mi padre decidió enviarme en 5o de bachillerato a estudiar a los jesuitas de Valladolid, al famoso colegio San José, para que acabara allí interno los dos cursos que me quedaban y el Preuniversitario. El motivo de desterrarme de casa fue, en primer lugar, porque me había costado mucho sacar 4o y la reválida; mis notas habían tenido un súbito descenso y él lo achacaba a las malas compañías que tenía en Salamanca (como ves, lo de mis malas compañías ya viene de antiguo), y, por otra parte, a que él había sido alumno de los jesuitas y decía que dicha orden era la mejor escuela de formación para un adolescente de buena familia y con ambiciones. Él repetía siempre que tenía ocasión que la formación que impartían los de la Compañía de Jesús no tenía nada que ver con la de los escolapios de Salamanca, que era donde mi hermano y yo estudiábamos y donde mi madre quería que siguiera. La verdad es que yo no fui capaz de ver tantas diferencias entre unos y otros, con la salvedad del tema de las instalaciones deportivas, pues eran mucho mejores las de Valladolid, pero no creo que mi padre se refiriera a eso cuando hablaba de las innumerables ventajas de la formación jesuítica. A lo que iba, que me pierdo, cuando yo me incorporé a dicho colegio Sebastián ya llevaba allí cuatro años y era uno de los jefecillos de aquello, al menos de los internos. Allí lo llamaban “Madroño”, por su segundo apellido. A cuenta de ese extraño nombre le escuché pontificar muchas veces que su linaje era de los más antiguos de León y que antepasados suyos habían reconquistado Madrid en la Edad Media, y que del apellido de su familia procedía el escudo de la capital de España, algo que mucha gente desconocía. Por aquel entonces nuestro común amigo era un engreído y fantasioso jovenzuelo y decía continuamente tonterías como esa. Hace unas semanas, recordando con él aquellos tiempos y concretamente esa fantasía medieval suya, le tomé el pelo diciéndole que actualmente tiene más relación con la parte de ‘’el oso’’, que con la del ‘’madroño’’, pues eso es lo que parece actualmente, un gigantesco oso pardo, tan velludo como es por todas partes y con esos andares de pies planos que tiene. Y ahora, encima, con esa barba canosa y desordenada que se ha dejado y con el volumen corporal que ha cogido, parece enteramente Enrique VIII, aunque sin tantas esposas. Entonces destacaba más por su altura que por su corpulencia, pues a los quince años era muy alto y desgarbado. En lo que sigue igual es en lo de patoso, en eso ha cambiado poco. Pues bien, retomo el hilo de la anécdota que quería contarte. En el colegio teníamos los sábados la tarde libre y podíamos estar fuera hasta las nueve. Yo me había pasado los dos primeros sábados del curso sin salir, dedicado a leer tebeos de aventuras y de guerra (lo que ahora se llaman comics), y tras haber ido por la mañana a comprar y a cambiar ejemplares a una tienducha que había por allí cerca, me aprestaba a hacer lo mismo aquel día. Como aún no tenía amigos en aquel internado, ese era el plan que tenía para esa tarde de sábado. Había acabado de comer de los últimos y me dirigía hacia los dormitorios subiendo cansinamente por la escalinata principal cuando me encontré con él, con Madroño, que bajaba montando bulla acompañado de otros cuatro o cinco que le rodeaban y le reían las gracias. Todos iban arregladísimos, con el pelo muy mojado, repeinados, con la raya al medio, pantalones largos y alguno con exceso de colonia, felices todos por tener una tarde libre por delante para alejarse de la disciplina del colegio y poder disfrutar con la pandilla, y también por ser esa la única oportunidad que tenían de bajar por aquellas escaleras sin ir en fila de a dos y en silencio. Cuando nos cruzamos en la escalera Sebastián se paró y me soltó: «¿Y tú qué?, ¿vas a pasarte también esta tarde leyendo tebeos?» Me debí de poner rojo de la vergüenza que me dio, pero aun así le contesté muy digno: «¿Y a ti qué te importa lo que yo haga?», tras lo cual reemprendí la marcha. «¡No seas gilipollas! —gritó él a mi espalda, arriesgándose a que se le fastidiara la salida de la tarde si alguno de los padres escuchaba aquel exabrupto—, hay cosas mucho más interesantes en Valladolid que quedarse leyendo tebeos. ¿No te gustan las chicas, o qué?». En ese momento los otros del grupo empezaron a reír y a darse codazos, y el rojo de mi cara debió alcanzar el nivel 9 en la escala Richter de los ruborizados, pero antes de que encontrara palabras para contestarle como se merecía, él se puso a dar órdenes como si fuera un mariscal de campo: «Venga, vosotros ir marchando hacia el Campo Grande y esperadnos junto a la estatua del poeta, donde siempre, que enseguida vamos» y sin darme lugar a la réplica me agarró del brazo y me llevó escaleras arriba rumbo a los dormitorios para que me cambiara. Así fue como entré en aquel selecto grupo de la pandilla de Madroño y así fue como, a los quince años, me inicié en el mundo mágico de los adolescentes y empecé a saborear de verdad la aventura apasionante de la vida. «No me llames Madroño, llámame Sebas —sugirió en plan campechano poniendo su mano en mi hombro mientras nos dirigíamos a los dormitorios—; eso no se lo digo a todo el mundo, ¡eh!, pero tú me has caído bien, chaval. ¿Tienes novia?»

Y ya fue Sebas para siempre. Podría contarte mil y una anécdotas sobre él, sobre nosotros, allí en Valladolid o en Salamanca, donde volvimos a coincidir aunque en facultades diferentes y seguro que algunas ya las conoces. Realmente hacerse viejo es eso: repetir las mismas cosas cientos de veces. Aunque durante muchos años vivimos en lugares separados, jamás dejamos de estar en contacto y mucho menos de ser amigos. Ni la distancia, ni los trabajos, ni la política, ni las mujeres consiguieron jamás separarnos.Y ahora, tantos años después, has sido tú, Conchita, la que le has cogido del brazo y le has dicho: «No te puedes quedar encerrado en tu cuarto todo el sábado, chaval, ¿no te gustan las chicas o qué?», y te lo has llevado de paseo a descubrir el mundo y ha dado comienzo para él la aventura del amor; tarde, pero ha llegado. No sé cómo estarán las cosas entre vosotros cuando estés leyendo esta carta, ni tampoco sé si seguiréis juntos, y mucho menos puedo adivinar qué os deparará el destino; lo que sí sé es que tú has sido muy especial para él, que lo tuyo ha sido diferente, y no me preguntes por qué lo sé. Lo sé y basta.

Como amigo, no lo ha podido haber mejor; como amante, no tengo ni idea; lo que sí sé es que te necesita. A lo mejor él no lo sabe, a lo mejor tú tampoco lo sabes, pero te necesita y te va a necesitar mucho más dentro de poco. Desconozco cómo podrás manejar esta delicada situación en que te encuentras, de hecho, yo no supe manejarla, pero sé de sobra que tú eres mujer de muchos recursos. Es una pena que no hubieras estudiado en Salamanca; habrías sido de nuestra pandilla y a lo mejor Sebas y tú...entonces... ¡Pero qué tonterías estoy diciendo!, eres diez años menor que nosotros y por aquel entonces llevarías trenzas y calcetines.

Siempre me he preguntado cómo es que Sebas no se ha casado nunca. Él es muy familiar y de gustos sencillos y tranquilos. No es nada complejo ni exigente y por ello sabe disfrutar de cada momento de la vida, cosa que otros no podemos decir. ¿Por qué habrá tardado tanto en encontrar su alma gemela? En los tiempos de la facultad le gustaba mucho una morenita alta y delgada que se llamaba Sonsoles, pero nunca se decidió a contárselo. Creo que le hubiera ido bien con ella; Sonso era encantadora y tenía un carácter dulce y cariñoso. Además, ella tampoco se casó, se quedó soltera, como él; en cambio la que si se casó fue su hermana pequeña, Sandra, que se casó con Avelino. Seguro que nos has oído hablar muchas veces de Avelino, que menudo pájaro está hecho: se ha casado tres veces. Pues bien, Sandrita fue la primera. A Sonsoles y a su hermana las pusimos de mote las hermanas Gilda. A decir verdad, se lo puse yo, que ya por aquel entonces me entretenía con esas tonterías. Las dos hermanas eran iguales a las de los tebeos; una (Sonsoles), era alta y delgada, de grandes ojos almendrados y senos escasos, y la otra (Sandra), era más bien baja, gordita y pechugona, con ojos oscuros y coleta larga. Después de acabar la carrera Sebas salió con algunas chicas, pero todas le duraban poco. Hubo una enfermera gallega que era encantadora, aunque no me acuerdo cómo se llamaba, solo que era muy simpática y estaba colada por él. Los amigos de la pandilla hacíamos apuestas para ver quién sería la definitiva, y esa chica parecía una apuesta segura, pero tampoco resultó. Quizá fuera porque ella era seguidora del Atlético y en esos temas ya sabes cómo es Sebastián. Todo lo tranquilo, relajado y ecuánime que es para todo lo demás, salta por los aires en cuanto se toca el tema del fútbol. Menos mal que tú eres neutral en eso.

Pues como te iba diciendo, fueron pasando una tras otra (tampoco tantas, no te vayas a creer que fue un donjuán): unas fallaban en esto, otras en aquello, otras le dejaban ellas; el caso es que ninguna cuajó, ni tan siquiera Susana. ¿Te ha hablado de ella? ¿No? En ese caso prefiero que sea él quién te lo cuente; para mí es un poco violento. Durante una época Elena se tomó como un asunto personal la soltería de Sebastián y no paraba de buscarle «novias». No te puedes figurar cómo nos reíamos Sebas y yo de aquellos intentos celestinescos de mi mujer (perdón, ex). Ella no se lo explicaba: «¿Pero qué querrá este hombre, ¡Dios mío!?, si fulanita es perfecta, lo tiene todo, y además, menudo partidazo» —aseguraba ella intentando ser convincente—. Sí, sí, partidazo, pensaba yo, solo que tu amiguita doña perfecta es viuda y tiene 15 años más que él. ¡Poco faltó para que se ofreciera ella misma!

Hasta que un día, cuando ya todos habíamos tirado la toalla, vino él contándome que había una mujer que le estaba volviendo loco, que no podía pensar más que en ella, que por fin había encontrado a la mujer de su vida, pero que de momento no podía decirme quién era y que no intentara tirarle de la lengua. Cuando me confesó eso yo no estaba para romances, yo estaba ya bajo tus expertas manos y abrumado por la rutina implacable de sesiones y pastillas, pastillas y sesiones y atrapado en un laberinto del que no podía salir. ¿Recuerdas?: siempre los mismos días, siempre a la misma hora, siempre la misma rutina, como si hubiera vuelto a la mili y tú fueras el capitán de la compañía y gobernaras mi vida a base de órdenes y de normas. Por ello, aquel repentino enamoramiento de Sebas me pareció una chiquillada, casi una irresponsabilidad. ¡Lo mío sí que era serio, lo mío era lo importante! Imagino que no te descubro nada cuando te digo que siempre he sido muy egoísta, lo reconozco, siempre he necesitado que el mundo girara a mi alrededor. Aún así le di algunas vueltas a lo que me decía. ¿De quién se tratará? ¿La conoceré yo? «Cuando salgas de este puñetero estado en que te encuentras te lo contaré todo», me concedía Sebastián ante mi insistencia. «Ahora únicamente debes pensar en recuperarte», y él me acompañaba muchas veces, demasiadas quizá, a tu consulta. ¡Qué majo es Sebas!, decía todo el mundo, «está tan pendiente de su amigo». ¡Ya, ya...!, de su amigo...

¡Qué ciego estaba! Ahora me río, me tengo que reír, aunque ya no me queden fuerzas. ¿Recuerdas el día en que te conté que mi amigo Sebastián se había enamorado como un colegial? «¿Ah, sí?», me respondiste con expresión entre burlona y pícara que yo no supe interpretar: «¿Y de quién?, si puede saberse». Te contesté que no tenía ni idea, pero que debía tratarse de una mujer excepcional porque nunca antes le había visto así. «¿Tú crees que un hombre de 58 años puede enamorarse perdidamente como si fuera un adolescente?», te pregunté. Solo sonreíste y me contestaste: «Mira, Marcial, nosotros vamos a lo nuestro, dejemos a Sebas con sus asuntos». Imagino ahora, tres años después, que algún tipo de gesto se te debió escapar pero que yo no supe captar; yo no veía más allá de mis narices por aquel entonces. No hubiera visto a King Kong aunque lo hubiera tenido a dos metros. A lo mejor cuando te dije aquello fue la primera vez que supiste que él estaba loco por ti, a lo mejor fue la primera vez que empezaste a pensar en él de otra manera, a lo mejor te gustó saber que Sebastián no estaba intentando tener un rollo contigo, que estaba realmente enamorado de ti, porque eras tú, Conchita, mi siquiatra, tú eras la misteriosa «Dulcinea» de mi quijotesco amigo. Cuando me lo dijo no me lo podía creer. «¿Qué?, ¿qué me estás diciendo?, ¿que estás saliendo con Conchita?, ¿con mi doctora?» Por mucho que le apreciaba y le valoraba me pareció increíble aquella relación y, si te digo la verdad, aún me cuesta creerlo; aunque debes saber que jamás, jamás le he visto más feliz y equilibrado que en estos últimos años y eso me lleva de satisfacción. Como te he dicho antes, él es una persona muy sencilla, muy simple en todos sus planteamientos y a veces me desespera por eso, pero también tiene algunas complejidades, como si tuviera en su interior espacios ocultos, agujeros negros como esos que existen en el espacio, como por ejemplo su relación con su familia. Ya sabrás que se trata poquísimo con ellos, y no me digas que eso no es raro en un hombre soltero como él y además tan entrañable con todo el mundo. En el caso de las hermanas, se podría decir que hasta cierto punto se entiende, porque ellas tienen sus vidas organizadas con sus maridos y sus hijos, pero qué se puede decir de su madre, con la que se ve muy poco también. Doña Clara es encantadora y no puede ser más cariñosa con él, puedo dar fe de ello. He ido varias veces a su casa a León y he podido ver que se desvive por su hijo; pues bien: tampoco se trata mucho con ella. Y luego está lo de su padre: ¿a ti te ha hablado alguna vez de él?, ¿a que no?, pues a mí tampoco, y mira que hemos echado largas parrafadas hablando de todo y yo le he aburrido soberanamente contándoles cosas del mío, de don Raimundo; pues él nada, ni mentar al suyo. Ahí tienes tema para alguna sesión de las tuyas, si es que se deja. A veces pienso que tan solo conmigo y con los míos ha sido capaz de establecer vínculos familiares y mira cómo acabó la cosa. ¿Tú crees que podría establecerlos contigo? Ya sé que por el momento eso es imposible, que tú estás casada y que en algún momento tendrás que tomar una decisión sobre vuestra relación, sobre tu vida, pero a mí me gusta pensar, necesito pensar, que tú vas a cuidar de él, que en ti ha encontrado lo que ha estado buscando durante tanto tiempo y que, cuando yo falte, él no va a estar solo. Si leyera esto me mataría (cosa que le resultaría imposible de hacer, por cierto) por meterme en estos asuntos, pero no pasa nada porque por una vez sea yo el que me ocupe de él.

Me parece que tan solo estoy comentando aspectos negativos o complejos de su personalidad, cuando si por algo destaca Sebastián es por su increíble cantidad de virtudes. Yo no he conocido a nadie en toda mi vida que pueda ni acercarse a él en generosidad, en lealtad, en bondad, en sinceridad, en nobleza, en cultura... Algunas veces hasta le he aborrecido por ser tan perfecto y por poner en contraste mis innumerables defectos. La verdad es que yo solo he visto un fallo en su manera de ser: Sebastián es una especie de progre contradictorio, de idealista utópico, de marxista demodé que muchas veces me saca de quicio; pero eso también forma parte de su personalidad ingenua y generosa, de su encanto. Yo he tenido la inmensa suerte de poder contar con su amistad durante toda mi vida, y puedo asegurarte, mi doctora, que esta relación ha sido una de las cosas más hermosas que me han sucedido.

Y ahora ya tengo que pasar a despedirme de ti. Se nos acaba el tiempo, esta sesión ya no da más de sí. Muchas gracias por todo, Conchita, ¿o debo decir doctora Ramos, como en la consulta? ¡Has hecho tanto por mí! Me diste mucho más que pastillas y consejos durante aquel año largo; me diste equilibrio, confianza, seguridad, autoestima... Ahora sigo acusándome por muchas cosas, pero he aprendido a vivir con ello. Te costó, pero me sacaste del pozo. ¿Recuerdas cómo te llamaba yo? Cuando empezaba la sesión te decía: «Ya estoy con mi Cobradora del Frac» y eso no te hacía ninguna gracia (otro de mis crueles motes). Pero yo tenía muchas deudas por pagar y no estaba dando la cara y me parecía que tu misión era precisamente esa: que saliera de mi escondrijo y me enfrentara al mundo, que asumiera mis deudas. Más adelante pude darme cuenta de que también me salvaste la vida. No sé muy bien para qué, pero me la salvaste. Puedes presumir en tu historial de mi recuperación, pero lo que no pudiste conseguir es evitar que cayera en las garras de estas nuevas enfermedades que me acosan ahora y que van a acabar conmigo en breve, y tampoco pudiste lograr que se incrementaran mis ganas de vivir. Eso era imposible. A veces me pregunto si estas nuevas y mortíferas enfermedades que tengo ahora no han llegado aprovechándose del estado en que me dejó mi depresión; pero en el fondo, ¿qué más da?
Tú has sido la persona que más cosas ha sabido sobre mí, incluso

cosas que ni yo mismo conocía, y me asombra cómo puedes manejar tantas situaciones límite y mostrarte siempre tan relajada, tan comprensiva, tan cercana. Creo que el llevarme a ti ha sido la mejor cosa que ha hecho Sebastián en su vida, pues aparte de sacarme de las garras del monstruo de las profundidades, encontró por fin él su camino.

Y ya sí que me despido. Te deseo que seas feliz y quiero pensar que, de algún modo, nuestro querido Sebas va a seguir presente en tu vida.

Mil besos, mi querida cobradora del frac.