Carta a Flora

 
 

Querida Flora:

Creo que de todas las cartas que tengo pensado escribir esta va a ser la más fácil, porque en mi mente y en mi corazón la he escrito muchas veces, cientos de veces, lo que pasa es que nunca la he enviado, porque esa es otra de mis características más destacables y tú lo sabes perfectamente: la cobardía.

Sé de sobra que tú, Flora, sí que estarás a mi lado hasta el final y podremos despedirnos en persona, aunque no nos digamos todo lo que nos gustaría decir, mejor dicho, no nos diremos nada, tan solo nos miraremos y nos lo diremos todo con los ojos, como hemos hecho tantas veces, como hemos hecho toda la vida. Los dos somos así, o quizás la propia vida nos ha hecho así.

No sé cómo, pero te las apañarás para ir a verme todos los días y al mismo tiempo seguirás llevando la notaría con la misma eficacia que siempre. Yo puedo faltar una larga temporada, incluso para siempre, pero tú eres imprescindible. ¡Si lo sabré yo!

No te preocupes, que no voy a hablarte en esta última comunicación entre nosotros de cosas del trabajo, de los mismos temas que hemos venido compartiendo en los últimos treinta años. De sobra sabes lo que opino de ti en ese aspecto y lo que te valoro. No, con esta carta quiero hablarte de otras cosas, como por ejemplo de la relación tan especial que ha habido entre nosotros, de lo que hubo en su momento y de lo que pudo haber sido y no fue.

Estoy convencido de que estábamos predestinados el uno para el otro: éramos dos almas gemelas. Cuando te conocí, ¿lo recuerdas?, en el primer trimestre del primer año en la facultad, enseguida pensé que eras la mujer de mi vida. Yo ya había tenido algunas aventuras o ligues, pero lo tuyo fue diferente. Fue un deslumbramiento brutal, absoluto. Luego, cuando se fue formando la pandilla y tú entraste en ella, yo no podía pensar en otra cosa que no fueras tú, todo lo hacía en función tuya; cualquier cosa que organizaba era pensando en estar contigo, en verte, en escucharte, en disfrutar de tu compañía. Al enamoramiento instantáneo se sumó la admiración, o más bien veneración. Eras perfecta. Me parece estar viéndote: tan guapa, tan inteligente, tan divertida; demasiado perfecta para mí. Nunca te he contado estas cosas, lo sé, y debería haberlo hecho en su momento; pero yo, al igual que tú, también he arrastrado mi manera de ser, mi educación en los jesuitas, mis traumas, mis miedos. Llegó un momento en que lo mío por ti se convirtió en una obsesión. Cuando en casa había sopa de letras yo juntaba las letras de tu nombre y las apartaba en el borde del plato para recrearme leyéndolo; cuando me ponía a revisar apuntes, automáticamente buscaba las letras de tu nombre y las unía de múltiples formas: F.L.O.R.A, A.R.O.L.F, F.L.O.R.A.A.A.; cada vez que íbamos al cine creía estar viéndote en la protagonista y mentalmente me convertía en el galán que al final te conquistaba y estrechaba entre sus brazos; cada vez que nos separábamos contaba las horas, los minutos que quedaban para volver a verte; cada vez que te acompañaba a casa, o sea, casi todos los días, me sentía inmensamente feliz en aquellos momentos en que nos quedábamos solos y a veces seguíamos charlando un buen rato a la puerta de tu casa antes de despedirnos, aunque hiciera un frío de mil demonios. Mis cuadernos estaban llenos de tu nombre, mi carpeta secreta rebosaba de poesías que escribí pensando en ti, mi cuarto estaba lleno de cosas tuyas: apuntes tomados por ti, una pulsera que se te rompió y me la diste porque me puse pesado, una cinta de tu pelo, un mechero que me regalaste por mi cumpleaños... Llegué a tener montones de fotos tuyas: en grupo, en el lago de Sanabria en bañador (esa te la robé), con la pandilla, sola, conmigo, en alguna fiesta..., las guardé todas. Tú quizás intuyeras mi enamoramiento, porque muchas veces me sorprendías mirándote embelesado y sonreías turbada mientras yo intentaba disimular, pero seguro que no alcanzaste a suponer hasta donde llegaba. Y te lo digo ahora, tantos años después, cuando ya es tarde para todo menos para la verdad. Por algún motivo aquel amor no llegó a culminarse, quedó atrapado, como congelado dentro de un glaciar, pero quedó intacto, permanente, perpetuo, como una de esas fotos en blanco y negro que mantienen a la gente joven a pesar del paso del tiempo. Aquel amor no llegó a marchitarse por el uso, no llegó a deteriorarse por la convivencia, no llegó a ponerse a prueba por la vida: nació, creció y se congeló.

A lo mejor te hago daño ahora al recordar algunas cosas, como por ejemplo lo que pasó en Tenerife. Sí, Flora, aquello que marcó nuestras vidas. Recordarás que en la fiesta de las bodas de plata del curso ya hice un intento al final de la noche para comentar este tema, pero tú te evadiste. ¿Lo recuerdas? Fue otra noche de fiesta, de diversión, otra vez de discotecas y de copas, otra vez los mismos (aunque por fuera ya éramos muy diferentes, y quizás también por dentro) y otra vez que tú y yo nos separamos del grupo a última hora. Nos fuimos a pasear por las calles vacías de Salamanca y acabamos en las Torres, ¿recuerdas? Estaban cerrando, pero les pedimos que nos dejaran tomar algo. Otra vez los dos solos, igual que 27 años antes. Esta vez no me abalancé sobre ti como aquella otra noche, aunque debo confesarte que lo volví a desear intensamente, casi hasta sentir dolor. Hablamos de muchas cosas: de la gente, de lo que había cambiado éste o aquel, de lo que había contado Sonsoles, o Ricardo o Esteban..., y yo saqué de repente el tema de Canarias. Te pusiste tensa, otra vez tensa, me pareció que de nuevo ibas a saltar, que me ibas a empujar e ibas a salir corriendo a la Plaza Mayor. «Marcial, prefiero no hablar de eso. Ha pasado tanto tiempo...», musitaste entre sollozos. «Sí, pero yo no he podido olvidarlo», repliqué cogiéndote las manos. «No puedes hacerme esto, no ahora, con tantos años de retraso, no puedes... Si hubiéramos sido capaces de afrontarlo entonces...» Te levantaste, fuiste al servicio, quizá para que no viera tus lágrimas, y al volver tan solo dijiste que sería mejor que nos marcháramos. ¿O no fue así? A veces dudo hasta de mis recuerdos. Te acompañé en silencio hasta el hotel Colón. Deseé tanto subir contigo a tu habitación, poder cogerte entre mis brazos, decirte que te necesitaba y pasar la noche abrazado a ti. ¡Necesitaba tanto tu compañía, necesitaba tanto tu calor! Tú no lo sabías, pero ya por aquel entonces el frío había entrado en mi matrimonio, algo se había roto entre Elena y yo. Yo lo achacaba al asunto del aborto de Silvia, pero ahora creo que eso solo fue el detonante, la gota que colmó el vaso, la chispa que prendió el fuego que vino después. Me hubiera gustado tanto estar contigo, hablar contigo, escucharte, pasar la noche contigo, aunque hubiera sido una sola noche en nuestra vida. ¿Era mucho pedir? Por lo visto, sí. «No quiero que nos despidamos así esta noche, Flora, déjame subir», te supliqué. «No, Marcial, no podemos hacerlo; debes irte, no se puede dar marcha atrás en el tiempo. Debemos asumir lo que somos y las decisiones que hemos ido tomando en la vida». ¿Sabes, Flora?: sentí lo mismo en la puerta de aquel hotel que en aquella playa, en Tenerife. Me ahogaba. Quise decir algo, pero no me salían las palabras. Tú tenías razón: yo estaba casado y tenía una familia, y tú no podías ser una aventura de una noche, ni una amante secreta, ni un hombro donde descargar mis problemas conyugales. Tú te merecías otra cosa. Ni yo iba a abandonar a mi mujer ni tú ibas a entrar en una relación así: clandestina, pecaminosa, adúltera. Eso decía mi mente, pero mi cuerpo y mi corazón se rebelaban. ¡Estaba atrapado! No dormí nada aquella noche en la soledad de mi antigua habitación en la casa de mis padres. A veces creo que empezó allí mi convivencia con la depresión.

Aquella noche de abril de 1973, en aquella playa de arena negra estuve a punto de tocar el cielo, pero, como Ícaro, caí fundido, abrasado en el intento. ¿Cómo pude ser tan torpe?, ¿cómo pude abalanzarme sobre ti de aquella manera? Durante un tiempo intenté tranquilizarme diciéndome que la culpa la había tenido el alcohol, el ambiente, la luna, mi inexperiencia..., pero son excusas ridículas, falsas. Si te hubiera explicado en aquella playa mis sentimientos, si te hubiera sabido mostrar la milésima parte del amor que te tenía, si hubiera sido tierno, cariñoso, afectivo, cálido, en vez de dejarme llevar por mi pasión, por mi deseo, por mi fogosidad; si te hubiera leído alguno de los cientos de poemas que había escrito pensando en ti; si hubiera sabido redactar esta carta entonces... ¡Qué diferente hubiera sido todo!

Ahora ya es tarde, lo sé; pero al menos he reunido valor para decirte esto, aunque no a la cara, mi querida Flora, como tú te hubieras merecido. Sé de sobra el daño que te he hecho, del mismo modo que sé que he herido a todos los seres que de verdad he amado a lo largo de mi vida. Debe ser que me acompaña una especie de maldición.

Cuando fui al entierro de tu madre a Sanabria y vi el estado en que te encontrabas creí morirme. Yo entonces llevaba unos pocos años casado y era muy feliz con Elena, estaba muy enamorado de ella y por nada del mundo quería poner en peligro nuestro matrimonio, pero sentí que no podía dejarte en aquella situación. Tú lo habías abandonado todo para cuidar a tu madre y estabas sola, sin trabajo y sin ánimos para hacer nada. La vida había sido muy cruel contigo, y en cambio había sido muy generosa conmigo. Yo, que era muy inferior a ti, había sacado la oposición, tenía una familia fantástica, una posición social destacada y un espléndido futuro por delante, mientras que tú no tenías nada. Te pedí, casi te obligué a que te vinieras conmigo, pero realmente no fue por ayudarte (o al menos no fue solo por eso); no, lo hice porque deseaba tenerte cerca, como en aquellos años de Salamanca, necesitaba sentir tu presencia a diario, verte, escucharte, aunque nunca pudiera haber una relación sentimental entre nosotros. Siento recordarte aquello, es solo para que entiendas que el reencontrarte fue muy importante para mí. Todos estos años que has estado a mi lado silenciosa, eficaz, prudente, discreta, has sido para mí una especie de complemento, de equilibrio, de ayuda, como un puerto seguro al que acudir cuando las tormentas arreciaban.

Por un lado he tenido el amor pleno, exuberante, carnal y absorbente de mi esposa, y por otro, he tenido un amor oculto, interior, profundo, permanente, silencioso: el tuyo. Yo he tenido mucho, pero en cambio tú... Eso me atormenta. ¿He sido muy egoísta?

Sé que si te dijera gracias por haber aceptado el ofrecimiento que te hice y por haber estado a mi lado tanto tiempo te ofenderías; lo sé, por eso solo voy a decirte una vez más, aunque esta vez no sea en silencio: Te quise con locura, y de algún modo extraño, secreto, oculto, te he seguido queriendo toda mi vida, y me consuela pensar que estarás a mi lado hasta el fin de mis días, e incluso sé que me recordarás siempre. Tú nunca me olvidarás.

Adiós, Flora; fuiste mi primer amor y has sido mi compañera toda mi vida.

Adiós, amor.